Cuando era pequeña, allá por el verano de 1993 o 1994, mis padres me compraron un barquito de color azul para que jugara con él en la playa. Era de plástico, obviamente, pero yo, no sé muy bien por qué razón, me empeñé en decir que era de papel. Lo bauticé con el nombre de El rey del mar. Pronto le cogí cariño a aquel pedacito de plástico made in China. Me lo llevaba a todas parte e incluso dormía con él. Recuerdo cuánto me fascinaba meterlo en el agua y contemplar cómo flotaba. Podía pasarme horas observándolo. Era tan perfecto. Los otros barcos que se veían en el mar, los de verdad, no se balanceaban de la misma manera, tan rítmica y elegante, en la que lo hacía El rey del mar.

Un día de agosto, como muchos otros de aquel verano, fuimos a la playa. Hacía un día espléndido pero había bandera roja, por lo que no nos podíamos bañar. Recuerdo que mi madre se tumbó al sol, mientras mi padre leía el periódico bajo la sombrilla y me vigilaba al mismo tiempo. Yo me senté en la orilla, dejando que las olas me mojaran las piernas cuando llegaban ya sin fuerza hasta mí, y decepcionada por no poder meterme en el agua, ni siquiera con flotador, con manguitos o con papá.
Como aquel día tampoco podía meter mi barquito en el agua, me entretenía poniéndolo en mis pies y dejándolo deslizarse por mis piernas cada vez que una ola lo empujaba hacia mí. No era tan divertido como cuando me bañaba con él, por supuesto, pero era un buen consuelo.
Estaba yo tan enfrascada en el juego que no me dio tiempo a reaccionar ante aquella ola enorme. Me empapó de arriba a abajo y me arrastró unos metros contra la arena. Mi padre vino corriendo a mi encuentro para comprobar que había sido sólo un susto y me encontraba en perfectas condiciones. Enseguida llegó mi madre también. Había tragado agua y tenía arena hasta en las pestañas pero parecía que eso era todo, así que mis padres no entendían por qué no dejaba de llorar.
—Sólo ha sido un susto, cariño —me repetía mi madre una y otra vez—. Ya pasó.
Pero no, no había pasado. La ola había arrastrado también a mi barquito y ahora se lo estaba llevando mar adentro mientras yo lo contemplaba con los ojos empañados por las lágrimas. Intenté entrar en el agua para rescatarlo pero mi padre me agarró al vuelo y me lo impidió.
—¡Mi barquito, mi barquito! —gritaba yo, desesperada—. ¡Papi, ve a buscar mi barquito!
Pero aquel día las olas eran demasiado feroces para arriesgarse a adentrarse en el agua y mi padre no pudo rescatar a mi trocito de plástico adorado.
Sé que sonará exagerado, incluso patético, pero para mí aquello fue toda una tragedia y me dejó un vacío que a veces creo que sigo sintiendo. O, al menos, recordando. Después de aquello, mis padres me compraron una muñeca rubia, con cara de porcelana y un vestidito rosa monísimo, pero yo ignoré a aquella sustituta por completo. Odiaba las muñecas. Quería mi barquito y el mar me lo había arrebatado.
El verano siguiente mi padre me prometió que me compraría otro barquito igual que el que había tenido. Le dije que no quería más barquitos porque temía que el mar se lo volviera a llevar y no estaba segura de poder soportar la misma pérdida por segunda vez. Además, El rey del mar no se podía comparar con ningún otro barquito de plástico del mundo. De modo que aquel verano me conformé con un cubo, una pala y un rastrillo.
Cuando ya estaba por terminar el mes de agosto, y con él las vacaciones en la costa del Sol, una tarde mi padre me llevó a dar un paseo por la playa mientras le dábamos tiempo a mi madre para terminar de arreglarse. Nos sentamos en la arena y contemplamos en silencio aquel atardecer y el baile de las olas del mar.
—¿Sabes por qué aquella ola se llevó a tu barquito? —me preguntó mi padre. Y como no respondí, él continuó—: Porque los barcos viven el mar, con los peces, los delfines y las sirenas.
Me explicó una bonita historia acerca de que los barcos pertenecen al mar y de cómo yo había enseñado a mi barquito a nadar para que pudiera volver al lugar al que pertenecía. Imagino que, aunque fuera mentira, aquella explicación me convenció bastante porque ya no volví a estar triste por mi barquito azul ninguno de los veranos que siguieron.
Y, por si os lo estáis preguntando: sí, algunas tardes de verano todavía creo echarlo de menos.